¿Quién dijo que el cliente siempre tiene la razón? Uruguay es el ejemplo de que, en realidad, pasa todo lo contrario. A las pruebas me remito.
Quien pretenda pagar un taxi o comprar golosinas en un quiosco sin cambio se convierte de inmediato en un enemigo público. ¿A qué cliente responsable se le ocurriría pagar 2 caramelos Zabala con $100? ¿Con 50? ¿Con 20? Una falta de respeto inédita. Y el que se anime a quejarse en un restaurante porque demoran en traer la comida ni te cuento. Ese sí que no entiende nada de la vida. Pero claro, siempre hay alguien que aumenta la apuesta y se cree el más vivo de todos. La situación se agrava cuando el muy desubicado osa considerar la posibilidad de solicitar que le cambien el plato porque está frío, o tiene un pelo –que seguro tiró él, aunque el elemento no coincida con su melena-. Ahí sí que se recibe de ridículo. ¿Qué se cree? ¿Qué le van a cambiar el plato que ya probó sin pagar porque es un histérico y dice que la comida no está caliente o porque le puso un pelo cuando se dio cuenta de que prefería haber pedido otra cosa? Un ingenuo que en Uruguay no logrará aprovecharse de los cocineros duplicándoles el trabajo. No señores, esa solo se la comen los yanquis.
Así aparece la clásica, inconfundible y picaresca viveza criolla. Aquella que nos ha caracterizado por como dos siglos. Y que acompaña a cada uruguayo durante toda su vida. Es como un sello, una marca de pertenencia que le indica al mundo de dónde venimos, qué queremos pero no a dónde vamos. Todo un orgullo que se revela en hechos cotidianos como la capacidad de exprimir todas las potencialidades del “refill” repitiendo los vasos de Coca Cola un promedio de 89,5 veces por persona y 15.539 los helados cuando viajamos a Estados Unidos. También nos ha permitido tener el record de consumidores (o servidores) de mayonesa y kétchup en tarritos de papel en McDonald’s. Un honor que obligó a la multinacional del payaso malévolo a eliminar este autoservicio y a reducir las raciones a pequeños sobres cerrados. No más de dos por persona. En realidad uno, pero como siempre piden más.
Así funciona. Si hay un billete falso siempre va a ser del nabo que fue a comprar algo. Si suena una alarma saliendo de una boutique de ropa es evidente que la culpa es del consumidor ansioso que apuró a la cajera y le hizo poner rápido la prenda en la bolsa sin sacarle el plástico que despierta ese sonido insoportablemente acusatorio al pasar por la puerta.
Acá somos los capos del no servicio al cliente. Una disciplina de exportación. Los funcionarios públicos, sobre todo los de la Intendencia de Montevideo, cuentan con el mayor don en esta materia. Se llevan todos los premios. Y con razón: les basta una mirada para transmitir incomodidad, desconcierto y miedo al ciudadano que se atreva a interrumpir su mateada. Y si los agarrás en el medio de un bizcocho, ¡mamita! Ahí sí que la quedaste. Te asegurás una excitante jornada viendo a los diferentes especímenes que tienen el valor de hacer trámites en este recinto -que inspiró obras tan brillantes como El proceso de Kafka- y bancándote la indiferencia de los que trabajan allí. Aquellos que se dedican a desayunar, merendar y planear de qué van a ser los bizcochos y si el mate va a ser dulce o amargo. Siempre es amargo.
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