He descubierto que en Uruguay las reglas están para romperse. Pero como funciona en la escritura, hay que conocer las normas para poder hacer lo que a uno le dé la gana con ellas. Como un abogado con las leyes, un músico con sus partituras y un gordo con su dieta. Viajar a Londres, una ciudad donde las pautas exigen su cumplimiento, me permitió reafirmar esta tesis latente en mi espíritu durante años, incluso sin que me diera cuenta.
Si en el mundo desarrollado no se estaciona en doble fila, cabe pensar que en nuestro país sea de lo más normal. Igual que subir al ómnibus y recibir el ataque de las insoportables ondas sonoras de la radio que tendría que estar apagada. El chofer mantiene charlas acaloradas con el guarda, quien se encarga de recordarle a algunos, no solo adolescentes sino también adultos, que le tienen que dejar el asiento a los ancianos. Y nada de esto sorprende. Como tampoco tendría que asombrarle al conductor montevideano, sentir la necesidad de tomar unas clases de manejo defensivo para sobrepasar la amenaza de estas cafeteras gigantes que se deleitan encerrando a los autos. En el país del asado casi más grande del mundo la gente entra por la puerta de salida y cómo llama la atención encontrarse con un gentleman que espere a que uno salga para ingresar en un lugar. Una especie en extinción.
A ningún mozo o empleado de una boutique se le ocurre levantar la mirada cuando le pedís algo. Mucho menos salir del restaurante o de la tienda y mostrarte el camino que tenés que seguir si sos un turista perdido por las calles de Montevideo. Eso no existe en estos pagos. Pero en Londres sí. Quién sabe por qué extraña razón, a los ingleses les divierte perder el tiempo ayudando a los extranjeros que copan su capital. Debe ser por el mismo motivo por el que cuando vos les pegás sin querer –o queriendo- te dicen “sorry” con un tono ingenuo y compungido. En fin, tendré que dedicarle tiempo a resolver esta incógnita. Volviendo a mi país, para evitar ser tan dura con él, me propongo reconocer sus ventajas. En definitiva por algo vivimos así. Y me integro ya que hay cuestiones que explican por qué todavía no me fugué.
El placer de quebrar las reglas es la respuesta. De que la gente vote una ley y el Parlamento contradiga la voluntad popular. De que no se pueda fumar en espacios públicos y que nuestros senadores se den el lujo de hacerlo en el palacio de las leyes. De comprarse un Evolution de Bic, y doblarlo hasta partirlo en dos. De comer dulce de leche hasta empalagarse, en esto los europeos son más vivos porque optan por la nutella o el chocolate amargo, que no es tan dulce. Pero sobre todo esto, se erige el encanto de tomar mate. Siempre. Aunque esté prohibido. ¿Cómo que “aunque”? Si está prohibido mejor. La adrenalina de desafiar el equilibrio y las leyes de gravedad cebando en la carretera es una sensación única, que ningún extranjero podrá imaginar en sus mejores sueños. Qué montaña rusa ni rascacielos. ¡Esto es emoción! Y lo mejor de todo es que cualquier lugar se presta para ese ritual colectivo que extasía del primer al último uruguayo –verdadero- y que algunos ignorantes confunden con una reunión de drogadictos. En la universidad, en el auto, en el shopping o en el médico, no hay norma que valga y que ose impedir semejante expresión de la identidad nacional. Por lo menos conocemos las reglas. O al menos déjenme creer que las conocemos.
Columna inspirada en Historias de un gran país de Bill Bryson.
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