¿Estamos todos locos? Parecería que cuando nos acercamos a las personas y descubrimos sus particularidades identificamos rarezas que nos convencen de que algo en la cabeza de esa gente anda mal. Pero, ¿cómo saber quién es el cuerdo del asunto? Esta es una incógnita que creo que nadie podrá resolver. O tal vez sí. Ojalá que sí.
Dicen que los sicólogos y los siquiatras se enloquecen de tanto oír los problemas de sus pacientes. Si ellos pierden el criterio, ¿quién puede determinar la “normalidad” de la mente de una persona? Pensándolo bien, ¿qué significa ser normal? ¿Quién lo define y por qué? Estoy convencida de que este concepto no existe. La experiencia prueba la veracidad de mi teoría: vistos de cerca, todos estamos locos.
La gente colecciona obsesiones de cualquier tipo. Desde lavarse las manos 500 veces al día -aunque se les seque la piel y se les corte- hasta saltearse las líneas de las baldosas en la calle. Incluso corriendo el riesgo de caer en el intento. El empeño manda y a él respondemos. Llegamos al punto de pretender modificar nuestro entorno, a veces con éxito, con el fin de realizar lo propuesto. Las manías pueden alcanzar extremos inimaginables para quienes no las tienen, aunque parecen evidentes e incluso razonables para los que las ostentan.
Quien repite un acto con periodicidad y convencimiento suele no entender por qué los demás subestiman la causa. Menos comprensible les resulta que se burlen de la trascendencia de aquello que significa una parte fundamental de sus vidas. Pero aunque algunas cuestiones sean relativas, y adquieran valor en función de las percepciones de cada uno, otras son indiscutibles.
La esencia de los hechos es incuestionable porque los configura. Sin embargo, los acontecimientos también se definen por lo que valen para la gente que los juzga. Por eso, una situación casual puede tener un significado trascendente para una determinada persona y resultar irrelevante para otra. A veces, los sentimientos son los marcos con los que leemos lo que acontece y entonces todo empieza a relativizarse. Al menos, en el interior de cada uno donde todo es normal. O parece serlo.
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