miércoles, 27 de abril de 2011

Una lección

Eran las 5 de la tarde, la hora de mi merienda. En casa no había ni galletitas, ni queso. Fui a comprarlos al almacén de la esquina. Por las diez personas que llenaban el lugar, parecía que había elegido uno de los momentos más convulsionados del día para conseguir lo que necesitaba.
Saqué número en la fiambrería. “Queso magro Brassetti con sal por favor”, dije, queriendo que el detalle del cloruro de sodio fuera una redundancia. “No tengo, ¿puede ser sin sal?”. Maldita sea. Qué increíble. “Sí, puede ser”, respondí, molesta porque siempre se acaba el queso que quiero. Lo que todavía no entendí es por qué si se termina tan rápido, no les piden más a los proveedores. Un misterio.
Cuando fui a buscar las galletas me costó encontrarlas y sólo imaginarme que no estuvieran allí empeoró mi mal humor. Agarré el paquete y fui a la fila para pagar. Mientras estaba a punto de llegar a la caja, alguien me empujó, apoyándose en mi espalda. Fue brusco. Pensé que había sido sin querer. Pero, a los pocos segundos, volví a sentir la misma presión en el centro del trapecio. Me di vuelta de mala gana. “Hola, ¿cómo estás?”, me dijo un chico con Síndrome de Down, que tendría 16 años y una sonrisa que lograba mantener hasta cuando hablaba.
La fuerza del enojo que casi unía mis cejas desapareció como si una plancha hubiera aplanado la montañita que se postraba encima de mi nariz. “Muy bien, ¿y vos?”, le respondí. “Bien”, me dijo, y su sonrisa me mostró de nuevo los dientes y las encías mientras que ocultó los ojos que se achinaron y cayeron sobre los pómulos.
Cuando estoy contenta creo que la forma de enfrentar la vida depende de la voluntad. Sin embargo, esto cambia por completo en el instante en que algo me fastidia. La incapacidad de independizarme de ese sentimiento se vuelve evidente y contamina todas mis acciones y pensamientos. A veces, el tiempo me hace entrar en razón, en ocasiones la gente que me quiere se ocupa de ubicarme y otras tantas, la realidad es la que me abre los ojos.
Como aquella ocurrencia, que me permitió darme cuenta de lo ridícula y desagradecida que puedo llegar a ser. Ese día sonreí. Por tener un ejemplo enfrente que sin quererlo y con un saludo me había ayudado a apreciar lo que tengo. Y a darme cuenta de todo lo que puedo llegar a tener. Basta con reconocerlo.

La anulación de la conciencia

Mentir es iniciar una avalancha, con la seguridad de que puede aplastarte. Implica aceptar vivir bajo una amenaza permanente, la más peligrosa de todas: uno mismo, sabiendo que una sombra de culpa tapará el sol para siempre. Sin escapatoria, a excepción del arrepentimiento, que aunque no borra lo hecho, funciona como un buen analgésico para la conciencia.
Cuando un alud se desprende, se agranda a lo largo de la pendiente. Se nutre de ella. Así sucede con las mentiras: se multiplican. La inicial genera otras y el círculo vicioso puede extenderse hasta la eternidad.
“No hay nada peor que hacerse trampas al solitario”, dicen. Pero nadie parece reparar que es el fraude más terrible. Porque, después de todo, ¿a quién engañamos si no a nosotros mismos cuando mentimos? Negar la realidad o cambiarla en nuestro “favor” supone un no reconocimiento de nuestros dichos u actos. De nuestra autonomía entonces. Comunicamos lo que no somos. Y si querer ser lo que no se es resulta lamentable, ser lo que no se quiere es muchísimo más frustrante.
Decimos algo, que sabemos, que no coincide con la realidad con una premisa clara: silenciar esa voz interna que nos indica lo que de verdad pensamos que está bien. Anulamos la consciencia. Ideamos justificaciones poco convincentes pero que, en el entramado de inventos, parecen lógicas. Porque si de coherencia se trata, la autenticidad sería la respuesta.
Si como decía Jean Paul Sartre, “el hombre es la suma de sus actos”, intentar tergiversarlos equivale a cambiar nuestra historia. Eludirlos sería sacarnos vida: perder parte de lo que somos. Rechazar nuestra esencia. Pero no hace falta ser existencialista para darse cuenta de esto. Alcanza con vivir la angustia que genera el engaño. Sobre todo, cuando la voluntad de anularlo de la memoria se potencia tanto como para dominar nuestro cerebro. Sin remedio, más que la rectificación. O un anhelo imposible de volver el tiempo atrás. Y comenzar de nuevo, sin falsedades.


En base a: “Una mentira, madre es de cien hijas”

domingo, 17 de abril de 2011

Un desafío social

La inseguridad, el desempleo, la pobreza y la droga son los "flagelos" mortifican a nuestra sociedad. El descuido de los ancianos es otro. Lo que tendría que ser un motivo de orgullo -tener una esperanza de vida alta- se convierte en un problema en un contexto en el que la natalidad es baja. Los adultos mayores son discriminados. Y sus condiciones de vida llegan a dar miedo y verguenza. Clickeá acá para saber más acerca de la vejez olvidada en un informe sobre la ancianidad en Uruguay publicado en el diario El Observador.

miércoles, 13 de abril de 2011

Vende humo

Me perturba el vacío, la carencia de contenido. La tomadura de pelo. Supongo que a todos nos molesta. Incluso a quienes viven de eso. ¿Se darán cuenta? Seguramente. Pero entonces, ¿por qué se manejarían así? Es más fácil. ¿Será la “ley del mínimo esfuerzo”? Quizás. Lo cierto es que la oferta abunda por doquier sin importar el ámbito en cuestión. Y muchos lo consumen. Le dan vida a lo inexistente para crear ilusiones.
Vender humo es una tendencia contemporánea. Un testimonio de la posmodernidad. El disfraz es la clave, la producción, el marketing. En este contexto en el que la pauta es lo que se ve y lo que se siente: decir es hacer. Si un político no difunde lo que hace reduce su tarea a la nada. Y un político que no hace nada puede convencer a unos cuantos de su labor mediante la palabra.
Los medios crean realidades y nos hacen creer que son ciertas. Incluso creemos estar en ellas. Pero no lo estamos. En este caso no hay culpas. Sólo ilusiones. El periodista trata de acercarse a la verdad y parte de la audiencia la toma como real. Son confusiones. A partir de ellas actuamos. Generamos teorías para entender lo que sucede. También criticamos. Pero puede que, como en la caverna de Platón, nos inscribamos en un universo de percepciones, de interpretaciones creadas por otros.
Lo que resulta particularmente desagradable es cuando el error es intencionado. Y ya no es error sino engaño. Cuando nos venden algo como si fuera otra cosa, sabiendo que es diferente de lo que consumimos o, mucho peor de lo que queremos. Pasa en diversos acontecimientos y ambientes. Los ejemplos sobran y aumentan.
A veces el envase es más caro que lo que contiene. En ocasiones hasta el recipiente es artificial. El discurso de algunos cambia la historia para hacerla atractiva. Y así nos encontramos con crónicas de eventos supuestamente vanguardistas e innovadores, que en realidad distan de serlo. Son iguales a los demás pero tienen pretensiones de superioridad.
Los adjetivos decorosos –mejor en inglés- pululan por el éter para convertir lo mediocre en un sueño. Pero como todo sueño tiene su fin. En la realidad. En algún momento el humo se desvanece. O no. Esperemos que sí.

Retener ideas

El hombre ha llegado lejos. Creó de todo: pela papas, máquinas para encerar las manos e hidratarlas y hasta una cápsula que filma lo que sucede en el intestino, entre una infinita diversidad de objetos. La lista es demasiado larga para escribirla.
Me sorprende que todavía no exista una máquina que nos permita ejercitarnos cuando no nos da el tiempo de ir al gimnasio. Y aunque como dice Jorge Drexler “hay fórmulas hasta para describir la espiral de una caracola”, no se desarrolló ninguna herramienta que acabe con mi peor frustración: que se me escapen las ideas.
¿Cuándo va a llegar el día en que el animal más inteligente del universo y alrededores cree una máquina que retenga los pensamientos? Espero estar viva para presenciar el acontecimiento más glorioso de los ocurridos.
Me doy cuenta de la necesidad de esta creación en una charla con un amigo. Le cuento que leí un artículo que afirma que el momento en el que nuestro cerebro funciona mejor es cuando dormimos. Me mira atónito.
-Claro, boludo –le digo. - ¿Nunca te pasó de acostarte y despertarte con la respuesta de un problema de Matemáticas, con el resultado de una cuenta difícil o con una idea que estabas buscando?
- Creo que el ejemplo sería más acertado si me dijeras que soñando resolví cómo llegar a la Gran Muralla China caminando y sin cansarme –comenta con la ironía que lo caracteriza.
-No jodas. Sabés a lo que me refiero. Tiene que haberte pasado. Es re normal.
Sigo hablando aunque los ojos de mi amigo se desvíen y tripliquen su circunferencia a medida que me compenetro detallando mi gran idea.
-Siempre me llama la atención cómo una pérdida nos desconcierta. Cómo –por más intrascendente que sea el objeto en cuestión- la pérdida de cualquier cosa nos perturba. Lo que realmente no entiendo es cómo la gente parece estar conforme cuando todo el tiempo pierde –además de tiempo- lo más preciado que tenemos: las ideas –y entonces llega mi magnífica teoría que cuadruplica la circunferencia de los ojos de mi, ya no sé si amigo, pero seguro, interlocutor.
-Una máquina que retenga ideas cambiaría el mundo. Si cada vez que pensamos una cosa, nuestra idea quedara registrada, no tendríamos que darle tantas vueltas a aquellos asuntos que ya pensamos. Y lo mejor es que nos ahorraríamos el trabajo de repensar lo que se pensó. Después de todo, me aburre escuchar mis especulaciones mentales sobre los mismos temas una y otra vez. Además, esto mejoraría la calidad de las ideas, porque tomaríamos la mejor que se ha pensado jamás.
-Seguro que el divague que me estás diciendo ya lo pensaron antes. ¿Qué pensarías si por una máquina retiene ideas nunca hubieras hecho el razonamiento previo para llegar a ella?
Me quedé pensando. Es un misterio. Tal vez sea ese misterio el que tengamos que retener. Y no las ideas, sino la capacidad de reflexionar.

miércoles, 6 de abril de 2011

Despenalización

La droga hace mal. Lo sabemos desde chicos. Sin embargo, cuando crecemos lo prohibido pierde su condición temida y lejana. Se acerca a nosotros. O nosotros lo buscamos. Hasta llega a parecer amigable e inocuo. Pueden decirme conservadora, seudopuritana o nerd. Pero la experiencia me confirmó cuál debe ser mi postura respecto a la despenalización del autocultivo de la marihuana. Estoy en contra.
No huyan, tampoco soy intolerante. Tengo pruebas vivientes que fundamentan mi opinión: algunos amigos que se hicieron adictos, otros que pasaron a “mayores” y otros tantos que perdieron varias neuronas. No soy médica pero estos casos son evidentes. Cuidado, no todos los fumadores de marihuana que conozco están en la ruina. Sin embargo, creo que un caso es suficiente para que me oponga a una ley que ampare el autocultivo. Así como “una imagen vale más que mil palabras”, estoy convencida de que una vida descarrilada vale por todas. Cada cual puede elegir qué consumir y qué no. Libertad ante todo. Pero hay un límite: la salud. Ahora un nuevo estudio afirma que esta droga puede generar demencia, a largo plazo. A eso me refiero.
El sentido común nos llevaría a asumir pasivamente que, por ser una droga, la marihuana es mala. Y que, por lo tanto, la ley no debe amparar su consumo ni su cultivo. Un argumento de niños. De niños que viven en un mundo fantástico. Cualquier espíritu crítico se revelaría ante esta aceptación del statu quo. Entonces ¿por qué se debería despenalizar el autocultivo de la marihuana? Dicen que esta medida acabará con el narcotráfico y “las mafias” -que se aprovechan de sus clientes y les venden porros con sustancias peores que la misma planta-. No lo creo. Hay contrabando de caramelos, ropa y esmaltes de uñas aunque no estén prohibidos.
Es cierto que el consumo de marihuana no está penado. La venta sí. Este enredo legal refleja la incoherencia que nos caracteriza. Pero, ¿por qué empeorar las cosas en vez de corregirlas? ¿Qué pasaría si penalizáramos el consumo? Tranquilos, es sólo una idea. Con ella propongo lo mismo que al considerar por qué se debería despenalizar el autocultivo: cuestionar lo establecido.
Las leyes constituyen un marco en el que se forman los ciudadanos. Deben reflejar lo deseable. De aprobarse la norma, el consumo de marihuana terminaría de legitimarse. Al igual que el autocultivo. Con esta medida, se puede prever que, en unos años, fumar esta hierba será aún más normal de lo que es. Y que, en el país del mate y de la Rambla, terminemos como Calamaro mirando “a las palomas comer el pan que la gente les tira” mientras que nos fumamos un porrito. O mientras lo cultivamos.