lunes, 16 de abril de 2012

Cumplir un sueño

Un intento de expresar la felicidad que me "regaló" Paul McCartney

Si ya es difícil escribir acerca de algo que a uno lo implica directa y profundamente e intentar transmitir la emoción y las reflexiones que le provoca, la tarea resulta mucho más complicada cuando se trata de la crónica del concierto de un gigante del arte, de un músico excepcional, de una estrella del rock, de un poeta, de una persona que cambió la historia. Todas esas virtudes, que parece imposible que se concentren en una sola persona, se encarnan en Paul McCartney.

No puedo detallar “lo que pasó ayer en el Centenario” sino lo que me pasó porque desde el principio hasta el final estuve conectada con esa figura que, aunque a lo lejos se veía pequeña, es descomunal. Sea como sea, bien vale la “pena” –o mejor dicho la emoción de revivir el espectáculo- el intento de expresar lo que fue y es escuchar su música en el recuerdo que me acompañará siempre.

Que Paul tocara en Uruguay era un imposible con el que nunca me había permitido soñar. Crecí escuchando a los Beatles, pero sobre todo a Paul, con la certeza de que algún día lo vería. Donde fuera. Que el viniera trascendía cualquier ilusión. Era tan improbable y surreal que excedía el más absurdo de los delirios.

Cuando estaba terminando el liceo, entraba al sitio oficial de este ídolo y miraba los destinos de sus giras. Siempre lejanos. Pero nada me desmotivaba. Sabía que en algún momento haría cualquier cosa por vivir esa experiencia inolvidable. Los años pasaron y Paul tocó en Brasil y en Argentina. Diversas situaciones me impidieron ir. Y la idea de haber perdido la oportunidad de verlo empezó a amenazar la certeza adolescente. Tenía una cuenta pendiente que no era solo la de ver un beatle, sino a Paul. Las razones por las cuales mantuve ese anhelo sobran (y los ejemplos de gente que esperó décadas para verlo también). Es por su genialidad, por sus himnos, pero sobre todo, por lo que esas canciones me provocaron a lo largo de la vida.

Y de repente, por más increíble que fuera, Paul vino a Uruguay. El sueño se hizo realidad. Fue una noche llena de sensaciones. Las luces de colores, el vasto escenario y los efectos especiales endulzaron el show sin osar quitarle protagonismo a la música. La alegría del predecible, pero no por eso menos emotivo, comienzo del show con Hello Goodbye y la frescura de Band on the Run se mezclaron con la potencia de Back in the USSR, Helter Skelter y la vitalidad imponente de Live and Let Die. La ternura e ingenuidad estuvieron presentes en Dance Tonight, cuya música genera una nube de fantasía en la que la expresión de la felicidad desconoce el ridículo. Así lo demostró el baterista, Abe Laboriel Jr. , bailando con pasos que en cualquier otro contexto hubieran resultado extravagantes.

La magia llegó al máximo cuando Paul nos permitió entrar en la intimidad de él y John a través de Here Today. Un tesoro que inmortaliza la relación entre ellos y que nos hace partícipes de una historia fascinante.

Aunque me cueste determinar cuáles fueron las mejores canciones, la emoción fue mayúscula cuando me conecté, como nunca, con la música y la letra de Let it Be. Una maravilla con la que me animo a pensar que todos nos sentimos identificados.

Paul demostró su altísimo nivel al ofrecer un repertorio amplio que abarcó una gran variedad de temas y al esforzarse por hablar en español. Fue generoso, como de costumbre. Sin embargo, es natural que tras ver a este genio uno quiera más. Más de ese antídoto que nos eleva a una realidad en la que nos distanciamos de lo cotidiano y nos conectamos con la esencia del hombre. Ojalá pueda verlo otra vez. Y si eso no sucede, este recuerdo estará conmigo siempre.

Las expectativas eran muy grandes. Enormes. Y la decepción una de las opciones. No porque Paul fuera a desilusionarme, ya que su profesionalismo es intachable y su banda perfecta, sino porque, tras ver tantos dvds de sus últimos conciertos y soñar estar ahí, podía ocurrir que, al hacerse realidad, perdiera el encanto de la fantasía. No fue así. Este genio me elevó y me dio, con su música, una alegría inexpresable. Paz y felicidad.

viernes, 13 de abril de 2012

Sobreabundancia e hipercomunicación



Llegamos a Nueva York la noche del miércoles 21 de marzo. Esperaba salir del aeropuerto y respirar ese aire frío y seco que me había recibido en abril de 2001, cuando la visité por primera vez. Y se convirtió en mi ciudad preferida, trono que mantuvo hasta el 2009 cuando la belleza, elegancia e intensidad de Londres la dejaron en segundo puesto.
Aunque tuve que esperar hasta el sábado para saborear un oxígeno como el que me llenó los pulmones de energía a los 12 años, disfruté desde que me subí al taxi –amarillo y negro porque solo esos prometen seguridad- para ir al hotel. La pauta era clara: dejar las valijas, bañarse y salir lo más rápido posible para dirigirse a Time Square. Tres cuadras de caminata y las luces ya guíaban nuestro camino. Aceleramos la marcha sumidas en una ola de gente. El trote se impuso. Hubo frenadas inevitables en las boutiques. Y la foto obligada con los carteles de fondo. Salió movida –cómo si no - pero valió la pena pedirle a un turista que nos la sacara.
Sobreabundancia, hipercomunicación. Los mensajes y las estimulaciones visuales se multiplican. Son tan diversos como las pizzas de todos los gustos que ostentan los restaurantes y los m&m’s lilas, verdes, negros y hasta temáticos, de St. Patrick’s Day claro, que decoran las paredes de su tienda. Pasada la medianoche, la cocina de Friday’s, Planet Hollywood y Hard Rock están cerradas pero las puertas de una boutique de cuatro pisos reciben a clientes que aprovechan los precios regalados.
Consumir es parte de cualquier paseo en Nueva York. La oferta es permanente, un bombardeo constante. Carteles, vidrieras, bolsas, publicidades. Escapar no es una opción. Las tentaciones se multiplican y parece que no alcanzaran los días para probar todos los tipos aguas saborizadas que hay en una rotisería en frente de la Universidad de Columbia, ni para degustar la variedad de barras de cereales que vende un supermercado mediano.
Cuántas cosas, cuántas posibilidades, cuánta gente. De repente, parece muy fácil proyectarse en esta ciudad. Visitar el Metropolitan Museum of Art, el MOMA, el Guggenheim. Ir a ver todos los musicales de Broadway. Y hasta revivir la fantasía del Rey león y el drama y la belleza del Fantasma de la ópera.
Habrá que volver.

miércoles, 11 de abril de 2012

Reino de cemento y neón









Edificios gigantes, grises, con vidrios espejados, otros de ladrillos con las típicas escaleras que dibujan un un zig zag anguloso, camionetas enormes negras, olas de gente de todo el mundo, algunos apurados y otros trancando el tránsito mientras sacan una foto. Todo indica que llegamos a Nueva York.

La energía y el ritmo agitado de esta ciudad se sienten en su aire frío y seco, en las luces multicolores que decoran las fachadas de los rascacielos y en el paso ágil de quienes se adueñan de las calles de Manhattan. Todo pasa rápido. No hay que perder el tiempo.

Los semáforos cambian y los autos aceleran. La verde indica el comienzo de una carrera de obstáculos en la que todo vale. En este reino de cemento si un peatón ve que no viene nadie, cruza. Una actitud impensable en Washington donde el orden impera. Pero en Nueva York la agilidad y la percepción de que cada segundo cuenta dominan. Casi tanto como la inmensidad luminosa que hace que en Time Square siempre parezca de día.