miércoles, 26 de septiembre de 2012

La amabilidad británica






Lo primero que me sorprendió fue darme cuenta de que se había agachado antes de tocarme el hombro y preguntarme si el papel que se me había caído del bolsillo era mío. Efectivamente lo era. Se trataba de un boleto usado de Cutcsa, pero el inglés sesentón que se molestó en levantarlo no lo sabía. Tampoco le preocupó si era importante. Solo quiso devolvérmelo apenas se me cayó. Este acto de amabilidad fue el primero de muchos que se sucederían en tan solo tres días. 

Cuando entré a una tienda de productos para el hogar y le pedí a una cajera que me explicara el sistema complejo del local–al menos para quien lo desconoce- no se limitó a describir cada parte del proceso de selección y compra del ítem. Lo recreó, paso a paso. Y  lo hizo sonriendo sin considerar que esa podía no ser estrictamente su tarea.

Parar a gente en las calles de Londres para preguntarles dónde queda determinado lugar se aleja de la incomodidad que puede generar el planteo en una ciudad como París. A diferencia de la capital francesa, donde es normal que un nativo se enerve con un turista que no sepa o pronuncie mal el idioma del país, los ingleses se detienen con una sonrisa y encantados –realmente encantados- responden asegurándose de que no quede ninguna duda. Incluso, algunos exageran la vocalización para que cada palabra se entienda, y repiten la explicación para concretar su objetivo. Hasta son capaces de acompañar al desorientado a su destino. Y puede pasar que una persona escuche que alguien está buscando una estación de tren y le grite, al pasar, a dónde debe dirigirse.

Todo esto sucede con naturalidad. Igual que cuando uno va caminando y se queda perplejo ante la excentricidad de otro peatón. En lugar de responder con un gesto serio, es probable que el observado devuelva una sonrisa dejando al que lo miró en evidencia. Tal vez sin siquiera quererlo.

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