Lo primero que me
sorprendió fue darme cuenta de que se había agachado antes de tocarme el hombro
y preguntarme si el papel que se me había caído del bolsillo era mío.
Efectivamente lo era. Se trataba de un boleto usado de Cutcsa, pero el inglés
sesentón que se molestó en levantarlo no lo sabía. Tampoco le preocupó si era importante. Solo quiso devolvérmelo apenas se me cayó. Este acto de amabilidad fue el primero de
muchos que se sucederían en tan solo tres días.
Cuando entré a una
tienda de productos para el hogar y le pedí a una cajera que me explicara el
sistema complejo del local–al menos para quien lo desconoce- no se limitó a
describir cada parte del proceso de selección y compra del ítem. Lo recreó,
paso a paso. Y lo hizo sonriendo sin considerar que esa podía no ser estrictamente su tarea.
Parar a gente en
las calles de Londres para preguntarles dónde queda determinado lugar se aleja
de la incomodidad que puede generar el planteo en una ciudad como París. A
diferencia de la capital francesa, donde es normal que un nativo se enerve con
un turista que no sepa o pronuncie mal el idioma del país, los ingleses se
detienen con una sonrisa y encantados –realmente encantados- responden
asegurándose de que no quede ninguna duda. Incluso, algunos exageran la
vocalización para que cada palabra se entienda, y repiten la explicación para
concretar su objetivo. Hasta son capaces de acompañar al desorientado a su
destino. Y puede pasar que una persona escuche que alguien está buscando una
estación de tren y le grite, al pasar, a dónde debe dirigirse.
Todo esto sucede
con naturalidad. Igual que cuando uno va caminando y se queda perplejo ante la
excentricidad de otro peatón. En lugar de responder con un gesto serio, es probable
que el observado devuelva una sonrisa dejando al que lo miró en evidencia. Tal vez
sin siquiera quererlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario